Perdonen la frivolidad, pero el desastre de Madrid
2020 a mí me recuerda a otro fracaso más doméstico de la marca España:
la derrota de Rosa López, “Rosa de España”, en Eurovisión. Seguro que lo
recuerdan, fue en el año 2002. Rosa fue la vencedora del primer
Operación Triunfo, ese reality del que también salieron otros monstruos de la canción ligera como Chenoa, Bustamante o Bisbal.
La final de Operación Triunfo llegó a sumar a más de 12 millones de
personas frente al televisor, un récord solo al alcance de una final de
fútbol. Tras ese éxito de audiencia, la fiebre se disparó. Media España
estaba convencida de que esa cantante granadina de extraordinaria voz
iba a arrasar; que Europa entera se rendiría ante el talento de este
patito feo convertido en cisne por la televisión y España recuperaría el
trono europeo de la canción, un certamen que no gana desde 1969, el año
que John Lennon se casó con Yoko Ono.
Antes de
Operación Triunfo, Rosa tenía un sueño: abrir un asador de pollos en su
barrio. ¿Quién podría resistirse ante esta cenicienta transformada en
princesa?
Rosa quedó séptima en Eurovisión.
El diario El País le
dedicó su foto portada de al día siguiente con el titular: ‘Decepción
en Tallín’ (la capital de Estonia, donde ese año se celebraba el
festival). Era la palabra justa, decepción, porque de verdad era
mayoritaria la opinión en las calles y en los medios de comunicación
españoles sobre las posibilidades de Rosa para vencer, a pesar de que ni
las casas de apuestas extranjeras ni la prensa internacional daban a la
cantante granadina la más mínima posibilidad. ¿Qué podía haber salido
mal?

Portada de 'El relaxing café con leche y otros hitos de la marca España' (eldiario.es libros)..
Probablemente, que en el resto de Europa ni leen la
prensa española ni ven nuestra televisión. La propaganda es un hechizo
muy eficaz, pero su poder se diluye cuando uno se aleja del último
altavoz que repite el mensaje falaz. La empatía que sentían muchos
españoles por Rosa, por su historia personal, por motivos completamente
ajenos a lo musical, no servía de mucho ante una votación internacional
de telespectadores que jamás habían visto a Rosa llorar, esforzarse y
triunfar en el karaoke.
La decepción siempre es
directamente proporcional a las expectativas. Y las expectativas de la
candidatura olímpica de Madrid 2020 no podían ser mayores. Al igual que
con Rosa, los medios de comunicación estaban completamente entregados a
la causa, igual que un amplio porcentaje de la población. Al igual que
con el fracaso eurovisivo, las casas de apuestas y la prensa
internacional no compartían el optimismo patriótico, pero esto ni aguaba
la fiesta previa ni restaba un gramo de entusiasmo a los pronósticos
dentro del país.
“Madrid lo merece”, titulaba El País
su editorial del 6 de septiembre de 2013, unos días antes de la
votación de la ciudad organizadora por el COI. El editorialista
recordaba que “el de Madrid es el Ayuntamiento más endeudado de España”
(y parte del extranjero), pero eso no parecía un problema: era por “el
desarrollo de sus infraestructuras que en 2020 facilitarían la
celebración de este evento global”.
El diario El Mundo
vendía la piel del oso antes de cazarlo: “50 de los 98 miembros del COI
han prometido votar a Madrid”, titulaba en su portada el 4 de
septiembre. Y aquellos pocos –minoritarios en los medios– que
cuestionaban las posibilidades reales de la candidatura olímpica
madrileña, o su oportunidad en plena crisis económica, eran tachados de
cenizos, de aguafiestas o de antiespañoles. Una encuesta llegó a cifrar
el apoyo popular a la candidatura en el 91%, un dato sin duda irreal
pero que muy pocos cuestionaron. España –o al menos la España
oficial– enfrentaba la designación olímpica con la moral bien alta. Tan
alta como fue la decepción.
Madrid 2020 quedó
eliminada en la primera ronda. Para la historia queda el traspiés de
algunos medios de comunicación: tan grande era la seguridad en la
victoria que dieron la noticia erróneamente y anunciaron en un primer
momento que la candidatura española había pasado el corte cuando ya se
había quedado fuera. Quedaron lost in translation, perdidos en la traducción, como ese discurso para la historia de la alcaldesa Ana Botella y su “relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor”.
Además de un contrasentido –la cafeína es un estimulante, no un
relajante, incluso en la Plaza Mayor– la cita y su contexto sirve como
destilado de la marca España. La derrota olímpica es un concentrado de
esa actitud patriotera que, de tan soberbia, se acaba creyendo su propia
propaganda. La “relaxing cup of café con leche”, como icono de aquel
fracaso, resume lo peor de esa actitud, empezando por cómo se gestó la
frase. Fue obra de un consultor internacional, Terrence Burns, que cobró
una millonada por ayudar a la candidatura madrileña a fracasar. Burns
entrenó personalmente a la alcaldesa Botella para preparar su alocución.
Viendo el resultado –una obra maestra del humor involuntario–, cabe
preguntarse cómo era la oratoria de la alcaldesa antes de las clases del
señor Burns.
La derrota olímpica sacó lo mejor de cada uno. “Tongo olímpico”, tituló al día siguiente en su portada La Razón.
Al igual que el capitán Renault en Casablanca, muchos descubrían
entonces, escandalizados, que en este local se juega: que el COI es un
organismo “corrupto” que “se vende al mejor postor” (¡oh, sorpresa!).
Algo parecido pasó con Eurovisión, donde hubo muchos que, tras el
fracaso de Rosa, concluyeron que las uvas no estaban maduras y que
tampoco era necesario convertir un festival de la canción más bien
hortera en una cuestión de Estado. Probablemente el fracaso de Rosa está
indirectamente detrás de la nominación del Chikilicuatre al
festival: ya que es un circo, nos lo tomaremos como tal, decidieron los
ciudadanos que escogieron como candidata esa canción. España en aquella
ocasión quedó en el puesto 16, pero nadie se llevó decepción alguna y,
si se mide en términos de audiencia, el Chiki-chiki logró en España
tanto share como Rosa de España. La historia, repetida como farsa, funcionó igual de bien que la tragedia.
El regreso desde el sueño olímpico, la vuelta en avión desde Buenos
Aires, sirve también de metáfora de estos últimos años: de la decepción
de un país que se creía rico, sofisticado y europeo, y se ha dado de
bruces con un paro subdesarrollado y el aumento de la miseria y la
pobreza entre amplios sectores de una sociedad deprimida y sin un
proyecto en el que creer.
No todos salen igual de la
derrota, también en esto hay clases. Unos regresan en el jet privado de
un constructor, como hizo el presidente de Madrid, Ignacio González, y
su esposa, desde Buenos Aires tras la derrota de Madrid 2020. Otros se
van en metro a casa desde la Puerta de Alcalá, con la cara desteñida por
la bandera rojigualda pintada en la mejilla con la que se salió a
festejar esa victoria que nunca llegó.
De esto va
este libro: de un país donde el Gobierno se llena la boca por la defensa
de Gibraltar (¡español!) mientras amplía las bases estadounidenses sin
apenas oposición. De un lugar que presume de la “generación mejor
formada de la democracia” a la que se invita a emigrar. De una España
que dio lecciones morales al mundo sobre justicia internacional y
crímenes contra la humanidad mientras mantenía (y mantiene) la
impunidad. De un cuento con éxito de crítica y público, la Transición
(sin pecado concebida), que ahora está en cuestión.
“Hay lugar para el optimismo porque España tiene españoles y eso es una
cosa muy seria”. La frase es de Mariano Rajoy y resume un nacionalismo
trompetero y triunfalista, el mismo que nos ha llevado hasta aquí.